Ubicado frente a la Plaza de Mayo, en la intersección de Rivadavia y 25 de Mayo, el primer Teatro Colón se erigió como un ícono de la cultura entre 1857 y 1888.
Destacado por su imponente arquitectura neoclásica y detallada ornamentación, este recinto ofrecía una acústica sin par y era el escenario predilecto de destacadas figuras de la escena internacional, con espacio para 2.500 asistentes.
Este teatro marcó el despuntar de la era dorada de la ópera en Buenos Aires, siendo motivo de orgullo para sus ciudadanos. Con el inicio de sus actividades, era común que los residentes se dieran cita en la cercana Plaza de la Victoria durante las tardes para admirar el resplandor de su iluminación a gas, tan brillante que en su estreno fue confundida con un incendio.
Desde su apertura «oficial» el 25 de abril de 1857, el teatro se convirtió en el enclave de la alta sociedad porteña. Aquella noche inaugural, bajo un despliegue de gala y elegancia, se entonó el Himno Nacional seguido de una interpretación de La Traviata de Verdi, a cargo del renombrado tenor Enrico Tamberlick y la soprano Sofía Vera-Lorini.
La anécdota más remarcada fue la hazaña vocal de Tamberlick, quien logró alcanzar en Buenos Aires la nota más alta posible, el Do de pecho, tal como relató el diario La Razón.
La agenda de ese primer año fue notable, incluyendo una serie de reconocidas obras como El barbero de Sevilla y Rigoletto, entre otras, junto con una zarzuela española y un ballet francés.
Antes de su inauguración musical, el teatro ya había sido escenario de un gran baile de máscaras en 1856 y diversas celebraciones de carnaval en febrero de 1857.
El florecimiento de la ópera en aquel entonces se debió en gran medida al creciente número de inmigrantes europeos. En el año de apertura del teatro, arribaron 4.951 viajeros, marcando el comienzo de un significativo flujo migratorio. Para 1888, la población del país incluía a 228.651 extranjeros, siendo la mayoría de origen italiano, español y francés.
Es notable mencionar que en ese periodo, Buenos Aires contaba con 646 músicos y 399 actores registrados, una cifra considerable comparada con los 589 abogados de la época. Esta vibrante escena cultural no solo se limitaba a las artes elevadas; también incluía pasatiempos populares como las peleas de gallos.
Un despliegue arquitectónico de excelencia
En el corazón de España se concibió la idea de construir un «Gran Coliseo» en la mencionada localización, una iniciativa que el virrey Sobremonte empezó a materializar en 1804, pero que quedó inconclusa.
Más adelante, Bernardino Rivadavia, ministro de Gobierno de Buenos Aires, retomó el proyecto con la intención de convertirlo en un centro de formación en arte dramático y oratoria, pero una vez más, el proyecto no fructificó.
La historia continuó con Juan Manuel de Rosas, quien en 1851 logró techar el edificio, aunque su único uso fue para un evento social de su hija y, curiosamente, para celebrar su derrota en la batalla de Caseros.
El diseño final y construcción del coliseo lírico fueron obra de Charles Henri Pellegrini (1800-1875), un ingeniero de Saboya, nacido en Chambéry, Francia, quien originalmente había llegado a Argentina en 1828 para trabajar en un proyecto portuario que nunca se concretó debido a cambios políticos. Este patrón de proyectos inconclusos refleja una recurrente inestabilidad política argentina.
Pellegrini, además de ingeniero, era un destacado artista y retratista, dejando tras de sí una amplia colección de obras que capturan la vida y paisajes urbanos de Buenos Aires, demostrando su habilidad para la perspectiva arquitectónica y la captura de la esencia de sus sujetos retratados.
El 19 de diciembre de 1854, Pellegrini se reunió con un grupo de intelectuales para elaborar una propuesta que, un mes después, recibió la aprobación oficial. Según informó el diario El Nacional el 20 de enero, el proyecto del nuevo teatro había sido aprobado y se preveía su inauguración para dentro de un año, ocupando el sitio del antiguo Coliseo y llevando el nombre de Cristóbal Colón.
La construcción del teatro se llevó a cabo con materiales de primera calidad, sin escatimar en gastos. Los techos de acero fueron fabricados por una empresa en Dublín, los frescos fueron pintados por artistas europeos, las estatuas importadas desde Italia y los detalles decorativos como rejas, puertas, candelabros y ornamentos de bronce procedían de Francia. Las butacas de madera de caoba estaban tapizadas en tela marroquí de color marrón.
El escenario, de 12 metros de frente, lucía en su parte superior un gran Escudo Argentino, rodeado por querubines y angelitos. La imponente lámpara central, conocida como «La lucerna», de 8 metros de diámetro y alimentada a gas, fue traída desde Francia en el buque «Don Quijote». Esta lámpara tenía la peculiaridad de poder ajustar su altura al ritmo de la música.
Este proyecto arquitectónico sobrepasó todos los presupuestos previstos, recurriendo a financiamiento del banco provincial, lo que generó críticas entre aquellos que cuestionaban el elevado endeudamiento, especialmente los que probablemente no frecuentaban las zonas más exclusivas del teatro, como la planta baja, los palcos y las zonas reservadas para diferentes clases sociales.
Charles Henri Pellegrini, quien fuera el padre del futuro presidente de Argentina en 1890, Carlos Pellegrini, es también reconocido por fundar el Banco Nación en 1891. Curiosamente, la sede principal de esta entidad financiera se estableció en el mismo lugar donde su padre había erigido el teatro.
Durante la década de 1880, el gobierno empezó a preocuparse por las condiciones de seguridad de los teatros, en particular por aspectos como la ventilación y el riesgo de incendios.
Esta preocupación derivó en varias disputas legales por los contratos de arrendamiento hasta que, en 1887, el Senado aprobó la venta del Teatro Colón al Banco Nacional. Los fondos obtenidos de esta venta se destinaron a la construcción del nuevo teatro de ópera, un proceso que tomó 20 años.
Un terreno con historias sombrías
El solar sobre el que se asentó el teatro guarda un pasado oscuro, repleto de leyendas que parecen sacadas de una ópera trágica. Originalmente, esta parcela pertenecía a Juan de Garay, fundador de Buenos Aires, quien la había reservado para sí.
Con el tiempo, el terreno albergó dos cementerios improvisados y adquirió una fama lúgubre, conocido como el Hueco de las Ánimas. Este nombre se popularizó tanto que, hasta mediados del siglo XIX, la gente evitaba pasar cerca de este baldío, cercano a la Catedral, por temor a los espíritus errantes.
Además, el terreno era irregular y estaba lleno de fosas, lo que alimentó las historias sobre «salamancas» o cuevas demoníacas entre los colonos españoles. Este escenario fomentó la proliferación de mitos y supersticiones.
Entre las anécdotas locales, se cuenta que en la esquina de Rivadavia y Reconquista existía un lugar de encuentro para rituales satánicos, conocidos como aquelarres, donde se decía que el diablo y las brujas se reunían. Sin embargo, lo más probable es que los habituales de ese sitio fueran vagabundos y algún que otro delincuente menor.
Finalmente, el sitio dio paso a la construcción del primer Teatro Colón, marcando 30 años gloriosos en el epicentro cultural, político y económico de la ciudad. Este ciclo musical inició y concluyó con obras de Verdi, siendo la última función la representación de Otello el 13 de septiembre de 1888, poco después de su estreno en Milán.
Posteriormente, el lugar que ocupaba el antiguo teatro fue utilizado por el Banco Nacional, predecesor del Banco Nación. El edificio que hoy se encuentra allí fue diseñado por el renombrado arquitecto Alejandro Bustillo, pero esa es una historia aparte.